EDITORIAL
Libertad de expresión
La condena a un año de cárcel para una joven que difundió por Twitter diversos chistes sobre el presidente del gobierno con Franco, Carrero Blanco, ha desatado una polémica sobre la aplicación de legislaciones específicas y los límites de la libertad de expresión. Vaya por delante que condenar a prisión a alguien por un chiste, por macabro o del mal gusto que pueda ser, es una barbaridad que representa un auténtico retroceso, porque chistes similares eran explicados hace más de veinte años por humoristas como Tip y Coll sin que pasara absolutamente nada. Por otra parte, que haya actuaciones penales por un chiste es una exageración y una interpretación restrictiva de la última reforma del Código Penal, porque se puede valorar como una falta que merece reproche social, pero interpretarlo como un delito de enaltecimiento del terrorismo es a todas luces exagerado, como también lo es que el caso haya llegado a la Audiencia Nacional, que cabe suponer tiene otras funciones. Dicho esto, también hay que recordar que otras simplezas difundidas por Twitter como las del concejal madrileño Zapata fueron absueltas porque se interpretaban como muestras de humor negro, mientras que los comentarios catalanófobos de un internauta tras el accidente de Germanwings se saldaron con una condena de ocho años, lo que demuestra que no hay un criterio único y sí interpretaciones dispares ante hechos similares. Y también hay que lamentar que algunas redes sociales, especialmente Twitter, se han convertido en una auténtica jungla en la que proliferan comentarios soeces e incluso insultos, que en muchas ocasiones quedan impunes, pero la solución no son las legislaciones especiales. Hay que proteger la libertad de expresión, pero es evidente que no estamos ante un concepto absoluto, sino que tiene unos límites marcados por la misma Constitución que van desde el derecho al honor y a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la infancia, y todos los medios de comunicación somos conscientes de estos límites y de la veracidad de lo que publicamos. En casos de incumplimiento, tenemos que responder ante los tribunales y el mismo criterio debería aplicarse a lo difundido por internet, pero sin legislaciones especiales ni interpretaciones restrictivas. Y sobre todo hay que intentar recuperar el sentido común y que sea la misma sociedad la que arrincone a quien haga comentarios estúpidos.