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El 10 de octubre el President Puigdemont asumió ante el Parlament el mandato del referéndum del 1 de octubre para que Catalunya se convierta en un estado independiente en forma de república y unos segundos después propuso la suspensión de la declaración de independencia para emprender un diálogo y llegar a una solución acordada. A muchos no les quedó claro si había independencia o no y después llegó el intercambio de cartas en el que Rajoy le pedía aclaraciones sobre el mismo extremo antes de activar el artículo 155, que finalmente se ha puesto en marcha, y ayer se repitió una ceremonia de confusión más alambicada aún en la que pasamos de rumores de dimisión de consellers moderados en la madrugada del jueves, al anuncio de elecciones durante la mañana que hasta se acompañó de dimisiones en las filas del PDeCAT y salida del gobierno de ERC, y movilizaciones en la plaza Sant Jaume, y finalmente por la tarde la comparecencia de Puigdemont en la que aseguraba que no convocaba elecciones porque no había recibido las garantías de que el gobierno de Madrid no aplicaría el 155. En pocas horas, para los independentistas Puigdemont pasaba de héroe a traidor y viceversa, mientras que entre los constitucionalistas primero consideraban que se había impuesto el seny y luego que se volvía a dar otro paso hacia el abismo y mientras entre la ciudadanía las alegrías y las decepciones iban por barrios y momentos, en el Senado se imponía la dura realidad del rodillo del PP que, pese a las mediaciones vascas o socialistas, no aceptó suspender la aplicación del 155 si se convocaban elecciones. Puigdemont explicó en su comparecencia que estaba dispuesto a utilizar su prerrogativa de convocar elecciones si recibía garantías, aunque sabía que hipotecaba su prestigio y el de su partido, pero no las ha recibido y traslada al Parlament el paso siguiente que, salvo nuevas sorpresas, se traducirá hoy en la declaración unilateral de independencia. Como decíamos ayer, se ha impuesto el ala dura del PP que exigía elecciones y además rectificación, una humillación que Puigdemont no podía aceptar porque abría brechas entre el independentismo y además porque ya no controla la respuesta de la calle. No es la mejor forma de proclamar la independencia cuando se mantienen las dudas hasta última hora y cuando se abre una dimensión desconocida en que las ilusiones pueden derivar en frustraciones.

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