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El conflicto entre Catalunya y España nos tiene acostumbrados en los últimos meses a una dinámica en la que lo que ocurrirá mañana puede ser totalmente al revés de lo que se dice hoy, en función de los cálculos que hace cada una de las partes de cuál es la mejor manera de avanzarse al otro y de ponerlo en dificultades para llevar a cabo sus planes. En la dinámica de la acción-reacción hemos visto declaraciones de alto voltaje que después han suavizado tanto Rajoy como Puigdemont, mediatizados en muchos casos más por las opiniones que llegaban de Europa, en público y en privado, que por las de sus propios seguidores que pedían más radicalidad. Baste recordar que el entonces en activo y ahora cesado President de la Generalitat proclamó la independencia en el Parlament y la suspendió pocos segundos después, y el intento de convocar elecciones autonómicas para salvar las instituciones catalanas que ni siquiera llegó a salir a la luz por la desaforada oposición que surgió desde sus propias filas. Y respecto al presidente del Gobierno central, el anuncio de elecciones en seis meses que a la hora de la verdad se quedó en 54 días. Pero desde el viernes, cuando Rajoy comenzó a aplicar a rajatabla la intervención de Catalunya con el artículo 155 cesando al Gobierno en pleno, disolviendo el Parlament y convocando comicios para el 21 de diciembre, el independentismo se ha quedado huérfano de declaraciones y consignas de un Govern que por lo visto se tomó el fin de semana libre después de la sesión del viernes en la que se aprobó la propuesta de resolución para constituir la República catalana. Y las pocas que ha habido, de Puigdemont y Junqueras, se han movido dentro de una ambigüedad que da pie a pensar que no hay seguridad absoluta sobre los movimientos a ejecutar para responder a la implacable actuación de Rajoy. Y ello ha dado paso al debate sobre la conveniencia de participar, ahora sí, en unas elecciones autonómicas, aunque ello sea difícil de explicar y de digerir por las bases del independentismo, sobre todo las más radicales que quieren una resistencia sin límite. La realidad es dura. Boicotear los comicios es regalar cuatro años de gobierno al rival, con el riesgo de que se desmantele más el autogobierno. Por el contrario, no hacerlo puede reportar cuatro años de una mayoría que permitiría salvar los muebles y esperar mejores tiempos para culminar el viaje a Ítaca.

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