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Era la joya de la corona. La escuela catalana fue uno de los grandes éxitos de la transición. La inmersión lingüística generó un amplio consenso y permitió avanzar en la normalización de la lengua catalana sin que se resintiera el castellano y así lo avalaban todos los estudios, informe PISA incluido. Era un modelo consolidado que parecía estar al margen de la alternancia de partidos. Pero no ha sido así. Primero se atacó el modelo lingüístico, con demandas judiciales para obligar a los centros a utilizar el castellano como lengua vehicular si una sola familia así lo pedía. Luego vino la llamada ley Wert, que incidía en la necesidad de españolizar a los niños catalanes. Y, finalmente, el último –y agrio– debate, surgido tras el 1-O, acusa a los docentes catalanes de adoctrinar. Ocho maestros de La Seu d’Urgell fueron denunciados –dos siguen encausados– por un supuesto delito de odio. Lo mismo ocurrió en Sant Andreu de la Barca, donde hubo nueve denuncias, de las que se archivaron cinco. Ante este panorama, varios centenares de miembros de la comunidad educativa salieron ayer a la calle en Barcelona para reclamar que les dejen “trabajar en paz” en lo que consideran una campaña judicial y mediática contra la escuela catalana. La protesta también sirvió para reivindicar la escuela como espacio en el que se debe poder hablar de todo respetando la pluralidad ideológica y política. El nuevo Gobierno surgido de la moción de censura debería tomar nota de la inquietud de los docentes catalanes. Urge recuperar el consenso en una cuestión tan sensible. Tenían nombre Tenien nom. Así se titula la investigación liderada por Conxita Mir que enumera las cerca de quince mil personas que sufrieron la represión de la dictadura en las comarcas de Lleida. Tenían nombre y ayer la Comissió de la Dignitat reivindicó el de las víctimas de la Guerra Civil de Granyena de les Garrigues, entre las cuales la del alcalde Ramon Ribes Ricart, fusilado por los franquistas. Han pasado más de ochenta años pero aún hay mucho que recordar.

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