EDITORIAL
El debate sobre la prisión permanente
Bernardo Montoya, el asesino confeso de Laura Luelmo, a la que también agredió sexualmente, acababa de salir de prisión después de cumplir una pena de dos años y 10 meses por dos robos con violencia, cometidos justo después de que hubiera estado otros 17 años en la cárcel por el asesinato de una anciana de 81 años. Su historial delictivo da pavor y está claro que su voluntad de reinserción es nula. La abogada de la familia de la joven ya ha anunciado que pedirán que se le aplique la prisión permanente revisable, la pena más dura del Código Penal español, que entró en vigor en julio de 2015 tras haber sido aprobada solo con los votos del PP cuando tenía mayoría absoluta en el Congreso. Entonces, toda la oposición, con el PSOE a la cabeza, la recurrió ante el Tribunal Constitucional alegando que vulneraba el artículo de la Constitución que prohíbe penas o tratos inhumanos o degradantes. El TC todavía no se ha pronunciado, pero el líder del PP, Pablo Casado, aprovechó este escabroso asesinato para reclamar esta semana en el Congreso que no se derogue. Este es un asunto muy delicado que debe debatirse con el máximo sosiego y en el que resulta muy difícil encontrar un término medio. Porque si casos como el de Bernardo Montoya constatan que hay delincuentes que no están dispuestos a rehabilitarse, el análisis de la realidad de otros países demuestra que aplicar penas más duras no siempre equivale a mayor seguridad. El ejemplo más flagrante es el de Estados Unidos, donde es habitual aplicar la cadena perpetua, mucho más dura aún, y en el que varios estados mantienen en vigor la pena de muerte. Pues bien, su número de asesinatos anuales por cada 100.000 habitantes es de 4,9 y multiplica por siete el que se registra en España. Pedro Sánchez, que en su programa electoral prometía derogar de forma inmediata la prisión permanente revisable, ha renunciado de momento a hacerlo y respondió a Casado que está a la espera de la decisión del Constitucional. El Código Penal es otro de los ámbitos, como el de la educación, que sufre la permanente falta de consenso y el abuso de la demagogia por parte de los principales partidos. En lugar de buscar un mínimo común denominador basado en un trabajo previo de los profesionales del sector, lo habitual es que cada Gobierno opte por aplicar su política, con los consiguientes cambios y bandazos periódicos.