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Tras cuatro meses de declaraciones, testigos, peritos y pruebas documentales, el juicio del procés llegó ayer a su final y queda visto para sentencia. Con las últimas palabras de los acusados, llega el momento de que los jueces hablen, en el que sin duda ha sido el juicio más importante de la democracia. Sin ser expertos en justicia y teniendo en cuenta que todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario, parece evidente que en las múltiples sesiones en el Tribunal Supremo, la rebelión, por la que se piden penas de hasta 25 años para Oriol Junqueras, y que implica violencia, no ha podido demostrarse y, con el Código Penal en mano, tampoco la sedición, que requiere alzamientos tumultuarios contra el orden establecido. Dificultades tendrá también el juez Marchena para argumentar la malversación, dado que no se ha aportado ningún documento refutable que la confirme. Es evidente que la desobediencia, aceptada ya por la mayoría de los letrados, es el delito que todos los acusados asumen, pero dado que la Fiscalía General del Estado mantiene los 177 años de prisión para los 12 acusados, 9 de ellos en prisión preventiva y 3 en libertad provisional, es muy difícil que el Supremo limite las penas a la inhabilitación, que ni siquiera comporta cárcel. Si el TS ha permitido que estén dos años entre rejas es porque ve argumentos suficientes para una condena, si no por las penas máximas, sí por delitos intermedios. Habrá que esperar a la sentencia y sus argumentos para poder enfocar el futuro, pero si a alguna conclusión unánime han llegado todos los sectores implicados en el conflicto catalán es que este es un problema político que debe volver al Congreso, al Parlament y al diálogo entre los actores. Ni Catalunya ni España pueden permitirse esta tensión constante que dificulta el progreso en todos sus ámbitos y que divide a una sociedad abierta y transversal como es la catalana, a la vez que pone en entredicho la credibilidad de la Justicia española. Hay que buscar consensos y puentes de entendimiento y corresponde a los representante públicos hallar estos caminos que sin vencedores ni vencidos permitan avanzar. Con la autocrítica necesaria en ambos bandos, intentando limitar tanto como se pueda las penas que pueda imponer el Supremo, y ante todo anteponiendo el bien común de todos y sin excepciones, es necesario comenzar a hablar. No hay otro camino.

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