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La lista encabezada por Carles Puigdemont fue la más votada en Catalunya en las elecciones europeas del pasado mes de mayo, pero ayer no pudo asistir como eurodiputado a la sesión constitutiva del Parlamento Europeo, como tampoco pudo hacerlo el número dos de su lista, el exconseller Toni Comín, ni tampoco el cabeza de lista de la segunda candidatura más votada en Catalunya, Oriol Junqueras, que espera en prisión la sentencia del Tribunal Supremo. Puede ser una anomalía del sistema representativo y la enésima muestra del conflicto que vivimos en Catalunya, pero no se puede considerar, como se jaleaba ayer en la manifestación de Estrasburgo, que estemos ante una nueva negación de la democracia, que en este caso ya no es solo del estado español, sino del mismo Parlamento Europeo. La situación que se vivió ayer era perfectamente previsible y hasta se había anunciado con profusión que sin la acreditación de las cámaras nacionales no se podía acceder a la condición de eurodiputado, pese a que la defensa de Puigdemont aseguraba tener argumentos suficientes para conseguir la credencial de eurodiputado y hasta garantizarle la inmunidad e incluso intentó conseguir por delegación el acta compareciendo ante las instituciones españolas con un poder notarial. No prosperó su iniciativa en España y tampoco ante la justicia europea, que ha vuelto a insistir en que la acreditación de los eurodiputados depende de cada país y en el caso español conlleva el acatamiento de la Constitución ante la Junta Electoral Central, trámite que no ha seguido Puigdemont para evitar su encarcelamiento por las causas que ha juzgado el Supremo y que eludió al exiliarse en Bruselas. Habrá recursos ante la justicia europea y se internacionalizará el conflicto catalán como era el objetivo, pero antes de asegurar que se violente la democracia hay que recordar que el sistema se fundamenta en el ejercicio del voto, pero también en el respeto de las normas y las leyes aprobadas por la mayoría. Puigdemont obtuvo los votos pero sabía con antelación cuáles eran las normas, ya no solo españolas sino también europeas, con las que se jugaba y que teóricamente aceptaba, aunque está en su derecho de querer cambiarlas cuando tenga las mayorías suficientes. Pero de momento, las instituciones europeas, el Parlamento y los tribunales le han recordado la dura realidad y que su acta y su teórica inmunidad tendrán que esperar.

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