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El origen de las vacunas se remonta a finales del siglo XVIII, cuando el cirujano Edward Jenner inoculó a personas el virus de la viruela bovina, que solo originaba afecciones leves a las que la sufrían, como método para inmunizarlos de la viruela que se transmitía entre humanos, enfermedad que por aquel entonces era una de las más mortíferas en todo el mundo. Sin embargo, el desarrollo de las vacunas no llegó hasta avanzado el siglo XX, cuando permitieron que enfermedades tan graves como la propia viruela, la poliomelitis y la tos ferina fueran quedando en el olvido en los países desarrollados y también se fueran aplicando de forma progresiva en los más pobres. Es una evidencia que las vacunas han demostrado su efectividad a la hora de evitar patologías que hace solo un siglo eran mortales o que dejaban graves secuelas y no hace falta recurrir a estudios científicos para demostrarlo. Hay que estar de acuerdo con lo que asegura la Asociación de Enfermería Comunitaria en un artículo sobre la historia de las vacunas: “Con excepción del acceso al agua potable, no ha habido otra medida preventiva o terapéutica, ni siquiera los antibióticos, que haya tenido mayor efecto en la reducción de la mortalidad de la población de todo el mundo.” Por todo ello resulta paradójico que en los últimos años, justo cuando la vacunación se ha extendido a todo el mundo y cuando hay más facilidades de acceso a la información, haya surgido un movimiento antivacunas que se nutre de teorías conspiratorias y motivaciones ideológicas, religiosas o de otra índole. Tanto en Catalunya como en España tiene muy pocos adeptos, y en los países en los que cuenta con más, como los Estados Unidos, sigue siendo minoritario. No obstante, es muy perjudicial para la salud pública, hasta el punto de que ya ha provocado que la Organización Mundial de la Salud (OMS) haya eliminado al Reino Unido, Grecia o la República Checa, entre otros, de la lista de estados libres del sarampión debido al aumento de los casos de esta enfermedad altamente infecciosa, de la que en Catalunya también hubo brotes el pasado año. Una vez más, se pone de manifiesto que determinadas decisiones individuales pueden llegar a ser un riesgo para el bien común. Por ello hay que insistir en hacer pedagogía, aplicar el sentido común y divulgar lo que es una evidencia para casi todos como forma de combatir mensajes que se difunden básicamente por las redes sociales.

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