EDITORIAL
El clamor del campo
Los representantes del sector de la fruta dulce de Lleida lo dejaron muy claro en el Parlament de Catalunya el martes: están en peligro de desaparecer, en una muerte silenciosa y silenciada que puede agravar más los desequilibrios territoriales. No es una queja de “llorones”, como pontifican algunos economistas desde sus cátedras televisivas, sino que es una evidencia corroborada por las cifras: la renta agraria bajó un 8,6 por ciento el año pasado, el coste de la mano de obra ha subido un 15 por ciento y otros costes de producción, como el gasóleo, el 36 por ciento en la última década, y luego se encuentran, como explicaba en el Parlament Jordi Vidal, de la Plataforma en Defensa de la Fruta, que “entregamos la fruta a los almacenes y esperamos la buena voluntad del mercado para que valore nuestro producto”. El resultado es decepcionante porque acaban cobrando veinte céntimos por cada kilo de melocotón por el que el consumidor acaba pagando dos euros. Y lo mismo con cifras similares sirve para el resto de variedades con el agravante de que llevamos varios años de pérdidas continuas, y con exigencias crecientes porque los fruticultores leridanos tienen que cumplir los requisitos comunitarios y luego competir en los mercados con producción importada de países que ni cumplen los requisitos sanitarios ni las exigencias de trazabilidad o de respeto al bienestar animal y además con unos costes infinitamente más bajos. Es una competencia desleal la que padece un sector absolutamente clave para mantener el equilibrio territorial, que los pueblos sigan habitados, que el medio ambiente siga cultivado y no se asilvestre y que en muchas ocasiones no encuentran ni el apoyo de las instituciones, ni tampoco el reconocimiento de los consumidores, que, pese a toda la verborrea, siguen sin valorar los productos de proximidad, que además tienen más calidad. El sector lleva años clamando en el desierto y ayer ante la manifestación convocada en Madrid algunos parecieron despertar y expresar sus temores a que la indignación del campo se transforme en una protesta similar a la de los “chalecos amarillos” o incluso que sea aprovechada por la extrema derecha. Que no vengan con milongas ni manipulaciones porque el problema es estructural y en Lleida al menos hace años que se denuncia. Que garanticen la igualdad de condiciones, que controlen los márgenes de distribución y que apoyen a un sector fundamental.