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No parecía lo más prudente celebrar unas elecciones en medio de la pandemia el pasado 14 de febrero, con unos índices epidemiológicos todavía por las nubes y una alta presión sanitaria, tanto en las UCI como en planta. Pero la urgencia de contar con un gobierno estable que pudiera hacer frente a los retos económicos y sociales obligaban a ello.

Los comicios se llevaron a cabo con la normalidad que permite el coronavirus y su resultado parecía lo suficientemente claro para enfocar los próximos 4 años con una hoja de ruta clara: prioridad absoluta a coser las cicatrices dejadas por el virus y reactivar todos los sectores y ámbitos que han visto retroceder sus ingresos y facturaciones a límites alarmantes, dejando unas bolsas de vulnerabilidad demasiado altas. Evidentemente, los partidos independentistas, que juntos suman una mayoría absoluta más que suficiente para negociar con el Estado las cotas de autodeterminación o independencia que pretenden, parecían tener también claro, y las urnas les avalaron, que estos cuatro años habían de servir para negociar con el gobierno español los pasos democráticos a dar para lograr más cotas de autogobierno para los catalanes.

Además, el cambio de timón en España, hecho posible gracias a una moción de censura al PP de Rajoy apoyada por Junts (que incluía entonces al PDeCAT) y ERC, posibilitaría relajar el nivel de judicialización de la política catalana. Pero las trifulcas personales, los egocentrismos y las estrategias han llevado al traste la negociación y hoy nos encontramos en un callejón de difícil salida que enrojece a propios y a extraños.

El gobierno en solitario de ERC es pan para hoy y hambre para mañana, porque deja cualquier propuesta que haya de pasar por el Parlament en un punto de debilidad extrema. El apoyo de los Comuns, con los que ayer ya tuvieron un encontronazo los republicanos, no ofrece aritméticamente mejora alguna, y la posible abstención del PSC sería igual de gravosa que la de Junts, porque deja en minoría absoluta cualquier decisión del ejecutivo.

Por no hablar de nuevas elecciones, cuyo resultado distaría muy poco del actual y seguiríamos en la misma encrucijada. El arte de la política es el entendimiento entre distintas ideologías y esta es su grandeza. Unas alturas de miras por el bien común que nuestra clase política actual parece haber olvidado. Decepcionante.

Una Festa Major de esperanza No ha sido la mejor Festa Major de nuestra vida, pero Lleida ha vivido al menos unos días de seminormalidad, con multitud de actos culturales y conciertos para todo tipo de público y gustos, adaptados a las medidas anti-Covid necesarias. Botellones al margen, la pesadilla comienza a llegar a su fin.

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