EDITORIAL
Solidaridad... pero sin hipocresía
Estamos asistiendo atónitos al caos desatado en Afganistán después de la toma definitiva del país por parte de los talibanes, con una inacción pasmante por parte del gobierno que debía cuidar y defender a sus ciudadanos, con huida incluida del hasta el domingo presidente legítimo, y la pasividad de las pocas fuerzas internacionales que quedaban en la zona.
Las imágenes de afganos, por cierto todos varones, aferrándose al fuselaje y a las ruedas de los aviones que despegaban del aeropuerto de Kabul para intentar dejar atrás el infierno, con la seguridad de que solo encontrarían la muerte minutos después, como así fue, demuestran el poco apego que les quedaba a la vida tras reinstaurarse un régimen decimonónico donde los derechos humanos nada valen, y mucho menos los de las mujeres y los niños que, a buen seguro, serán las principales víctimas de la barbarie que implantará el nuevo gobierno. Ante esta situación, es lógico que Occidente, después del triste papel que ha jugado en Afganistán en veinte años, se ponga en marcha para acoger a miles de refugiados que, con mucha suerte, podrán abandonar el país.
Hemos escuchado a dirigentes políticos de signo distinto y de diferentes estados afirmar que sus fronteras están abiertas para recibir a estas personas con el objetivo de garantizarles una seguridad de la que carecen actualmente y de proporcionarles oportunidades para labrarse su futuro lejos de su casa.
El ofrecimiento es totalmente loable pero, a la práctica, debe ser efectivo para que no pase como con otros refugiados, como por ejemplo los que llegan en las terribles pateras o los sirios que huían de la guerra de su país, a los que todos queríamos acoger pero, a la hora de la verdad, les dejamos abandonados a su suerte en unos campamentos estancos sin las mínimas condiciones para llevar una vida digna y, en los casos más dramáticos, cerrando fronteras para evitar su entrada.
Y hablando de políticos, la crisis afgana nos ha dado muestras de las diferentes maneras de actuar de los principales dirigentes internacionales, así como de su catadura moral.
Por un lugar la aún canciller alemana, Angela Merkel, asumió sin ningún tipo de reparo su responsabilidad al calcular erróneamente la situación, y entonó un “mea culpa” ante la amarga situación que vive el país. En el polo opuesto, el presidente estadounidense, Joe Biden, recordemos que es demócrata, no tuvo reparos en afirmar que la misión de las tropas desplegadas en Afganistán nunca fue crear “una democracia unificada y centralizada”, sino evitar los ataques terroristas contra suelo estadounidense.
“Se supone que nuestra misión nunca fue construir una nación”, concluyó.
En definitiva, dos maneras de hacer política en la que, en el segundo caso, no muestra ni empatía ni escrúpulos hacia unos seres humanos de cuya situación actual Biden y su gobierno son en parte responsables.