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Ayer se cumplieron dos años de la declaración del estado de alarma por un virus que surgió de un mercado chino y se extendió por todo el mundo en una pandemia que ha dejado una profunda huella. En el camino han quedado 99.000 muertos, de los que 1.057 eran leridanos con más de 139.000 contagiados en la provincia. Afortunadamente, los científicos consiguieron desarrollar las vacunas que han reducido la magnitud de la tragedia y dos años después parece que la situación sanitaria ha quedado controlada sin ingresos en las ucis y la paulatina recuperación de la atención en los centros de asistencia primaria.

Quedan como secuelas de la pandemia los casos de Covid persistente, un seis por ciento de los contagiados, un espectacular aumento del 18 por ciento en Lleida de las urgencias por salud mental, el dolor de todos los que perdieron familiares y amigos sin poder acompañarles en las últimas horas, cambios de hábitos que difícilmente se recuperarán y la sensación de dos años arrebatados. Tampoco la economía se ha recuperado y las promesas de una recuperación rápida con lluvia de millones comunitarios se han disipado a medida que se concretaba la invasión de Ucrania y se disparaban los precios que como sucedió con el virus castigan con especial crudeza a los más débiles. Y quedan para las hemerotecas los eslóganes con que intentábamos superar la depresión de los confinamientos y ni hemos salido más fuertes, ni tampoco lo hemos hecho unidos, ni han servido de nada las reflexiones sobre la fragilidad del ser humano y las apelaciones a la solidaridad.

Sin ir más lejos, tras los aplausos que cada tarde dedicábamos al personal sanitario, ha llegado la estadística de que aumentan las agresiones a médicos y enfermeras y se hace imprescindible preguntarse si realmente hemos aprendido algo de esta desgracia o si se confirmará el pronóstico de que el género humano es capaz de tropezar varias veces en la misma piedra. A la vista de lo que sucede en Ucrania, y de rebote en todo el mundo, habrá que dar la razón a los pesimistas, y lo cierto es que en cuanto se vieron las primeras luces al final del túnel, han vuelto los enfrentamientos, las reprimendas, la vieja obsesión de buscar culpables en lugar de soluciones y hasta convertir los muertos o los enfermos en arma arrojadiza y de división. No parece que hayamos aprendido mucho en estos dos años pese a todo el postureo fácil y la prueba es como nos encontramos: aún no hemos superado la pandemia y nos enfrascamos en una guerra, tan absurda como todas, pero con unas derivadas aún imprevisibles.

Nadie ha sido capaz de priorizar, de considerar que lo más urgente era acabar de salir del túnel, recuperar el pulso económico y vital y reforzar los vínculos de solidaridad y colaboración. Algunos han considerado más urgente enfrascarse en otra guerra y matarse ahora que no lo hace el virus.

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