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En los últimos quince años han cerrado el 73 por ciento de las sucursales bancarias que funcionaban en Catalunya, un porcentaje mayor del que han padecido en el resto de España e incluso en la zona euro, hasta el extremo de que en las comarcas de Lleida solo quedan 290 oficinas bancarias y que 136 de los 231 pueblos de la provincia están sin sucursal en la que puedan hacer sus gestiones bancarias. Los bancos cierran oficinas y sucursales porque concentran sus servicios, porque comprueban que algunos no son rentables y porque la digitalización de servicios y usuarios favorece un nuevo modelo de banca sin contacto directo y el resultado es que los clientes de los pueblos más pequeños, que ya padecen la brecha demográfica y la digital, son los grandes damnificados de esta nueva brecha financiera. Estamos hablando de más de la mitad de los municipios, 503 de los 947 existentes en Catalunya, cuyos ciudadanos tampoco tienen en cuestiones financieras los mismos derechos que los clientes de zonas urbanas.

A la brecha cultural, educativa, demográfica y de atención sanitaria que sufren estos ciudadanos se añade también la falta de atención por parte de cajas o bancos. La apelación a la responsabilidad social corporativa de las entidades para garantizar este servicio público no ha sido efectiva y ahora la Generalitat ha elaborado un plan para crear una red de oficinas móviles que dé servicios financieros a estos pueblos y convocará un concurso que saldrá a licitación en septiembre. El objetivo es loable, pero también hay que preguntarse si tiene que pagarse con dinero público este servicio cuando los bancos declaran miles de millones de beneficio que también salen de los ahorradores y los clientes de estos pueblos más pequeños.

Ciertamente, corresponde a los poderes públicos corregir las deficiencias del mercado, y en esta línea trabajan las administraciones públicas con los cajeros móviles, pero si las entidades financieras no muestran la sensibilidad necesaria con estos ciudadanos, también tienen posibilidades para hacerles sufragar los gastos, pero lo urgente e ineludible es que los habitantes de los pueblos pequeños dispongan de los mismos derechos que el resto de la ciudadanía y que se ahonde aún más la brecha ya existente.

Tres años de mascarillas

Con el decreto que pone fin a la crisis sanitaria provocada por la covid publicado esta semana se pone fin a la obligatoriedad de usar mascarilla en centros sanitarios. Han sido tres años conviviendo con las mascarillas que han ayudado a salvar vidas y a proteger la salud. Se habían convertido en el símbolo de la pandemia y, aunque seguirán usándose en algunos ámbitos, su fin es una liberación psicológica.

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