TRIBUNA
La inmensa soledad del juzgador
Magistrado
No hay periódico, programa de radio, de televisión o canal de las redes sociales, que se resista a comentar los más variados asuntos relacionados con los procedimientos judiciales en instrucción, la celebración de juicios, con conexiones en riguroso directo, o la difusión de amplios resúmenes diarios con la participación de los más diversos tertulianos, por no decir las consecuencias, sean unas u otras, derivadas de las resoluciones y sentencias dictadas en cualquier instancia.
Y lo anterior afecta, por igual, a las decisiones de cualquier tribunal, ya sea de instancia, superior de justicia, Audiencia Nacional, Tribunal Supremo o Tribunal Constitucional, por no añadir, aunque en menor medida o, si se me permite, con menor fervor y apasionamiento, al Tribunal de Justicia de la Unión Europea o al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
En cualquier caso e independientemente del asunto enjuiciado, se pone especial acento y atención en el juez o en los jueces que se responsabilizan del procedimiento en cuestión, poniéndolos en el punto de mira.
Con lo anterior no estoy criticando el legítimo y constitucional derecho de expresión por medio de la información veraz difundida a través de los distintos medios de comunicación social, sino la opinión no versada en derecho de quienes, sin mayor información que lo que hayan podido digerir en apresurada lectura, sin interpretar o sopesar, cualquier resolución judicial o haciéndose partícipes de cualquier estado de opinión que hayan podido recabar de manera anónima y urgente, y por tanto, desprovista de análisis y rigor, sin el adecuado y prudente conocimiento que solo otorgan el estudio y la experiencia, se aventuran a dejar títere sin cabeza y a poner en el ojo del huracán a todos quienes, sin distinción, nos dedicamos a juzgar y a hacer ejecutar lo juzgado, en expresión del art. 117.3 de la Constitución española.
Y digo bien, sin distinción alguna, metiendo en el mismo saco a los más de 5.500 magistrados y jueces que ejercen a lo largo y ancho de España, sin considerar que para la gran mayoría de nosotros la mejor fórmula para administrar una justicia objetiva e independiente, solo sometida al imperio de la ley, consiste en mantener el anonimato, huyendo del protagonismo y de todo debate que no tenga su legítimo curso en los infranqueables muros del procedimiento judicial.
Claro es que nuestra profesión no goza de buena salud y reputación en las estadísticas. Para el novelista Lorenzo Silva, en unas recientes jornadas celebradas en el idílico Palacio de la Magdalena (Santander), el papel de un juez no es nada fácil debido a su lenguaje arcano, su intelectualidad, y a que sus funciones desde el estrado riñen con la acción y la impresión de realidad que se busca en la ficción, lo que hace complicado que esta figura resulte atractiva desde el punto de vista artístico, convirtiéndolo más en villano que en héroe.
Es probable, por descontado, que más de uno entienda estos comentarios como una defensa corporativista a favor de un selecto y reducido colectivo de profesionales al servicio del Estado, que no admiten ni por asomo ser objeto de ninguna crítica y que solo velan por sus privilegiadas condiciones.
Pues para quienes así opinen lamento decirles que se equivocan. Hace escasos días las cuatro asociaciones profesionales de jueces y magistrados más representativas, a las que se adhirieron las tres asociaciones de fiscales, se unieron para convocar diversos paros en toda España en apoyo de las 14 propuestas básicas para mejorar la Justicia, que fueron presentadas el pasado mes de julio ante el Congreso de los Diputados y, entre las cuales, están la recuperación del poder adquisitivo, perdido con la crisis en el 2008, y la necesidad de incrementar la independencia judicial.
Pero hay otro factor de enorme trascendencia junto con el resto de reivindicaciones, y es la excesiva carga de trabajo, puesto que, en contra de lo que algunos o muchos piensen, nuestra labor está sometida a una importante y, en ocasiones, sofocante presión y responsabilidad no adecuadamente retribuida y, en más ocasiones de las admisibles, con unos medios humanos, materiales y técnicos impropios de la sociedad avanzada en la que nos encontramos.
Como ya he tenido ocasión de comentar en algún otro artículo publicado en este mismo diario, a nadie puede interesarle, ocuparle y preocuparle más que a un juez contemplar impasible que el número de asuntos que entran por registro es superior a las posibilidades reales de poder resolverlos en un plazo adecuado y comprensiblemente breve, sin merma de su adecuado estudio y resolución, lo que conlleva un aumento de los asuntos pendientes por resolver y unas fechas de señalamiento y de dictado de las resoluciones judiciales más allá de unos plazos mínimamente dignos.
Repárese en la situación de indefensión que se produce en el preso con prisión provisional a la espera de juicio, o la de un trabajador pendiente de que se declare la improcedencia de su despido y poder ser readmitido, con el percibo de sus salarios de tramitación, o cobrar la indemnización legal, por solo poner dos ejemplos.
Sentado lo anterior y retomando el hilo del discurso en cuanto a la presión ejercida sobre los jueces, no voy ahora a profundizar respecto de la que padecen en concreto aquellos compañeros que se ven inmersos en procedimientos de trascendencia mediática o social de indiscutible complejidad legal y procesal, sino a la soledad que, de común, nos afecta a todos por igual en el desempeño de nuestra labor.
Existen colectivos profesionales, como los arquitectos, ingenieros, cirujanos e, incluso, otros operadores jurídicos (abogados, graduados sociales o procuradores) que pueden debatir, contrastar, dilucidar y decidir colectivamente en solidaria y común armonía de intereses, poniendo sobre el tapete sus dudas, limitaciones y alternativas.No es el caso del juzgador. El juez se enfrenta a la soledad más extrema en el estudio previo de las actuaciones, en la celebración del juicio y de sus posibles incidencias y, en último término, en la redacción de la resolución. Debe enfrentarse a la duda del resultado de la prueba practicada, de la norma a aplicar y de cómo interpretarla en el caso concreto enjuiciado, resolviendo, como no podía ser de otro modo, en justicia.
Una soledad con la que debemos enfrentarnos sin más recursos que adecuar los hechos probados a las normas legales de preceptiva aplicación y siempre acorde con la doctrina jurisprudencial vigente, velando por el respeto de los derechos fundamentales y libertades públicas, estimando o desestimando las pretensiones de las partes, sin permitirnos influir por más criterios que la imparcialidad, la objetividad y la legalidad, y sin dejar más margen que el necesario a la duda y menos aún al error, entendido este no como un obstáculo del justiciable para poder recurrir a instancias superiores donde poder revisar la decisión de instancia, sino como el compromiso ineludible del juez con su deber de impartir justicia.
Una soledad que nos aísla de nuestro entorno social y familiar durante jornadas interminables, sacrificando días festivos y fines de semana, con el único propósito de dar satisfacción al ciudadano que nos confía la resolución de su problema con la mayor prontitud posible –o imposible–. Y eso sin contar con la asistencia a cursos de formación, siempre tan útiles y necesarios, la participación en seminarios, conferencias o clases, por no decir de quienes sentimos la vocación de la escritura, investigando o, simplemente, divulgando la ciencia del Derecho.Aún con todos estos inconvenientes, una cosa resulta evidente, o como diría un intelectual, debe escribirse negro sobre blanco: la vocación, entrega y profesionalidad con que los jueces nos enfrentamos en el día a día, en el convencimiento de que, como servidores públicos, nos debemos al valor inquebrantable y supremo de la Justicia. Son muchas las reflexiones que dejo en el tintero y que daría para explicar mucho más, pero pienso que lo más importante está someramente dicho, o eso al menos es la intención de estas breves pero sentidas y sufridas reflexiones.