Lleida fue escenario de la primera y la última ejecución de mujeres acusadas de brujería en Europa
Su persecución fue un ejercicio de abuso desde el poder civil
En el momento de las Ordinacions, delito y pecado actuaban casi como sinónimo y su antijuridicidad residía más en su intrínseco valor de ataque a lo socialmente establecido y moralmente esperado que por su descripción en un texto legal”, explica la historiadora, jurista y criminóloga Laura Casas, en un trabajo sobre las normas legales que en 1424 dictó en València d’Àneu el conde de Pallars Arnau Roger IV, consideradas como la primera tipificación del delito de brujería en Europa. Ese texto, que describía seis infracciones entre las que destacaban el culto al diablo, causar enfermedaes, dar venenos o robar y matar niños, nacía con dos máculas: una de género, se refería solo a les bruixes, en femenino, y otra de clase, por criminalizar algo tan inusual entonces para las clases populares como un contrato, el supuesto pacto con el diablo.
“Dichas creencias no pudieron emanar del pueblo, iletrado, sino que hubieron de ser obra de teólogos, juristas, filósofos, clérigos y señores”, anota Casas. Esos dos ejes originales marcaron la historia de la caza de brujas a lo largo de los cuatro siglos que duró: entre 1424 en Les Valls d’Aneu y, ya al margen de cualquier paraguas legal, 1806 en Biosca. El sesgo de género queda claro con los porcentajes de víctimas femeninas de la persecución nunca inferiores al 80% (el 90% en Catalunya) que dan los historiadores, mientras que el de clase lo avala la práctica totalidad de las investigaciones: las víctimas de la caza de brujas fueron mayoritariamente mujeres pobres, a menudo viudas y con frecuencia, de edad avanzada.
“La ley no iba dirigida contra las mujeres, pero su aplicación sí lo fue. ¿Por qué? Esa es la gran pregunta”, explica Núria Morelló, historiadora, doctora en Antropología e investigadora en brujería y género. Diversos estudios aportanalgunas hipótesis: el carácter patriarcal y excluyente de la sociedad medieval y la moderna hace que la mujer sea más perseguible, más si cabe cuando se trataba de viudas, que solían carecer de protección masculina; una herramienta de disciplina social y moral que acabó descargando el grueso de sus efectos sobre la parte femenina y, también, episodios de competencia entre mujeres y entre familias. El cuerpo jurídico que inauguraban las Ordinacions se vio pronto reforzado, en 1487, por un tratado como el Malleus maleficarum (el martillo de las malignas), escrito por dos monjes dominicos y editadoen Alemania como manual de investigación, interrogatorio y ejecución para episodios de supuesta brujería. “Manipularon el pensamiento mágico de la población para dirigirlo contra las mujeres cuando la bruja, como el hada, es un concepto espiritual y no una persona”, anota la fotógrafa y documentalista Judith Prat, que ha investigado este fenómeno en todo el Pirineo. Prat añade otro rasgo al perfil histórico de la caza de brujas.
Por una parte, “aparece en uno de los últimos baluartes del feudalismo”, como el Pallars del siglo XV, cuyos prohombres aprovecharon para hacer acopio de bienes. “Cayeron muchas herederas y mujeres de familias de buena posición”, señala. La pena de muerte tenía como complementaria la incautación del patrimonio. La componente mágica resulta fundamental, tanto como las coordinadas económicas, sociales y morales del momento histórico, para entender la caza de brujas.
Una reformulación de creencias
“En el tránsito de la edad media a la moderna hubo una reformulación constante de las creencias que derivó en la idea de que una persona podía causar el mal”, indica Morelló, que apunta a la hibridación de varios conceptos como el de la bruxa, el espíritu femenino montañés, con las creencias que atribuían crímenes y desviaciones a cátaros, moriscos, judíos y otros grupos heréticos para concluir en el diseño de una figura capaz de causar enfermedades e incluso la muerte solo con la mirada y de desatar tormentas. Y ese concepto a caballo entre lo moral y lo espiritual acaba siendo instrumentalizado por el poder civil. “La brujería era perseguida en tribunales locales, no eclesiásticos. De hecho, en las zonas donde tuvo mayor intensidad, como Catalunya, Aragón, Navarra y Euskadi, la inquisición carecía de competencias paraperseguirla”, reseña Morelló. La caza de brujas fue, en realidad, una herramienta de control social que el señor feudal entregaba a sus vasallos. “La persecución no provenía de las altas instancias del Estado sino de ámbitos vecinales”, añade.
Entre las víctimas abundaban, por oficio, las adivinadoras, las curanderas y las comadronas. “Se creía que si podían ayudar a nacer podían quitar la vida”, apunta la antropóloga, quien anota que “a las víctimas, que solían sufrir algún tipo de estigmatización social, se las criminalizó”. “Ha habido mucho mito y esencialismo, pero las investigaciones descartan que hubiera conexiones. No había un grupo de mujeres sabias con creencias y prácticas comunes ni mucho menos comunidades en los bosques”, recalca la antropóloga Núria Morelló.
Un estigma de fealdad para acentuar el escarnio social
“La fealdad es una forma de maltrato, de generar rechazo. La imagen de la bruja que le llega a la sociedad es la de las perseguidas. Se crea un estereotipo de mujer vieja y malvada que el mundo del arte fue amplificando a base de reproducirlo en grabados, pinturas, marionetas y otros formatos”, explica la fotógrafa y documentalista literana Judith Prat, que ha estudiado y documentado la represión de las mujeres que desde el final de la edad media ejecutaron numerosos poderes civiles bajo la máscara de la persecución de la brujería. “Si ya se tiende a borrar a la mujer de la historia, con la brujería todavía se hizo más. Y con el colmo de presentar a las víctimas de un feminicidio como feas y malvadas”, añade, ya que “cuanto más feas y grotescas eran representadas, más fácil era convencer de que tenían la maldad que se les atribuía”. “Esa iconografía de la mujer fea y greñuda les venía muy bien para justificar la persecución de mujeres que en realidad estaban empoderadas”, señala Pilar Amorós, de Los Titiriteros de Binéfar y experta, por oficio, en el uso de ese lenguaje simbólico que históricamente tuvo en los títeres, como en los romances y los cuentos, uno de sus principales vectores de difusión.
Esa iconografía siempre distinguió entre brujas y hadas, algo que también ha resultado característico del discurso ofcial, como deja claro la RAE: en su definicion de la primera confluyen hechizos y apelaciones al diablo con adjetivos como “malvada” y conceptos como “aspecto repulsivo”, mientras que en la segunda remite a la fantasía, a la magia y a la ninfa, a la que define como “joven hermosa”. Sin embargo, la cultura oficial no siempre impregnó a la popular tanto como pretendía, como muestra una de las imágenes que ilustran este reportaje: el hada del bosque, tomada en el primer tercio del siglo pasado en Ochagavía (Navarra). “Hoy diríamos que es una bruja, porque viste de negro, es una abuela y está relacionada con el bosque. En esos años le llamaron ‘el hada del bosque’, pero después, no sé si por Disney o por qué motivo, se ha creado un estereotipo del hada como joven y guapa”, explica Paco Paricio, de Los Titiriteros.
En su Casa de los Títeres “tenemos un rincón donde las brujas son hadas y las hadas son brujas. Ambas son personajes amantes de la naturaleza y con mucha sororidad”, anota Amorós, quien ironiza acerca de cómo hoy “lo más de la vida es no envejecer, aunque eso se acaba curando con la edad”. Amorós anota otro factor sobre esas interpretaciones: “a nivel dramático, el titiritero puede tener al mismo tiempo el bien y el mal, uno en cada mano, y tiene el poder de sanar” a los personajes.