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Es la gran pregunta que toda la humanidad se ha hecho a lo largo de su existencia. Muchos han dado respuesta utilizando la fe, otros la racionalidad tan absoluta como incierta, y muchos jugando con el escepticismo. Con respecto a la muerte hay muchas dudas y una sola certeza, que todos sabemos cuál es: el final ineludible. Desaparecer de esta historia. Llegar a ser cenizas. Mirar que haya un legado y que alguien nos recuerde de vez en cuando. Pero aquello que hasta hoy era tan fácil y descansado para el difunto parece que la humanidad del siglo XXI haya pensado en subvertirlo. Los nuevos pensadores, ávidos de romper las normas, ya piensan como poder cambiar estos escenarios y, claro está, como no podía ser de otra manera, sacarle rendimiento. A través de los muertos, así de crudo. La idea es la de aprovechar esta IA tan sugerente para tantas cosas para convertir a nuestros muertos en compañeros de vida en el mundo digital. ¿Si una máquina piensa y razona (cada vez mejor), por qué no puede tener el rostro y la voz de nuestros difuntos? ¿Qué sociedad saldrá cuando eso pase?

Pero eso es aventurarnos en escenarios venideros. Ya hablaremos de ello. Este número lo dedicamos a entender la relación de la muerte con nuestros activos digitales. Qué pasa con nuestra vida digital, dónde van a parar nuestros documentos y fotografías, quién se hace cargo de nuestro perfil de las redes sociales y quién recoge, por ejemplo, las carteras llenas de activos monetarios virtuales.

Una preocupación creciente pero que su solución, que es la de tener un testamento digital, está todavía muy poco extendida. Aquella máxima de dejarlo todo bien arreglado se puede aplicar también a nuestra huella digital y hacer que a los que vienen detrás nuestro no les caiga, nunca mejor dicho, un muerto encima para recuperar unos activos que, si no queda todo bien estipulado, quedarán flotando en el aire para siempre. Nos va en ello el descanso eterno.

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